por Francisco Manuel Nácher
Cristo enunció una ley natural cuando nos dijo aquello de: “Pedid y
recibiréis”. Pero esta afirmación - esta enseñanza, este consejo, esta
certeza, pues todo ello es - entraña la necesidad de entender todo el
contenido oculto en esa frase. Porque, a primera vista, no parece que
Cristo estuviera diciéndonos que pidiéramos lo que quisiéramos y se nos
concedería sin más. Ni que conviniera hacerlo.
Entonces, ¿qué quería decirnos? Para responder a esta pregunta
hemos de reflexionar un poco. Y para ello hay que preguntarse primero qué
quería decir con la palabra “pedir”.
Y esto ya no es tan fácil de dilucidar. A poco que se piense, hemos
de concluir que “pedir” significaba “desear obtener algo de alguien”.
Y aquí se bifurca ya la idea. Porque, sin quererlo, vamos a parar a la
lucha permanente entre el cuerpo mental (la mente), y el cuerpo de deseos
(los deseos, las emociones, los sentimientos, las pasiones). Porque ambos
pueden afectar, no sólo a nuestro interno, sino al exterior. Ambos pueden
dirigirse a otro ser y producir en él un efecto determinado, según su
contenido y su intensidad. Pero todo esto se comprende y se dilucida mejor
con un ejemplo:
Imaginemos que una persona desea obtener algo: aprobar una
oposición o lograr hacer un trabajo o terminar algo empezado o cualquier
otra cosa.
Si desea algo es porque no lo tiene. Y, si no lo tiene y lo desea,
alberga siempre cierto temor de no lograrlo, puesto que no puede
conseguirlo personalmente y ha de solicitarlo de alguien. Por tanto,
mientras esté deseando eso, no será completamente feliz y mantendrá esa
duda y ese temor que, a medida que pase el tiempo y tarde en realizarse su
deseo, irán creciendo en intensidad.
Y si, en esa situación, se le ocurre orar pidiendo la obtención de lo
que desea, ¿qué ocurrirá? Pues, teniendo en cuenta que somos seres
creadores, (aunque casi nadie se lo cree realmente), ocurrirá que las fuerzas
de la naturaleza (entendiendo por tales los “obreros” de los planos
superiores, que siempre obedecen las órdenes de los seres creadores)
estarán recibiendo, a la vez, dos órdenes opuestas a cumplimentar: por un
lado, la forma de pensamiento de la oración, pidiendo lo que se desea y, por
otra parte, el sentimiento subconsciente (y su forma de pensamiento
correspondiente) de duda y de temor creciente de no lograrlo.
En esa situación, ¿qué triunfará? ¿A cuál de las dos órdenes harán
caso los planos superiores? Lógicamente, a la más fuerte. Y, si lo más
fuerte es el pensamiento que contenía la oración, el deseo contenido en ella
se verá realizado y se obtendrá lo solicitado. Pero, si lo mas fuerte es el
sentimiento (y su pensamiento subconsciente) de que no se va a lograr,
podrá con el pensamiento petitorio y el objeto de la oración no sólo no se
obtendrá, sino que cada vez el sentimiento de que no se logrará será más
fuerte y cada vez que se ore para obtener lo deseado, se robustecerá más
esa emoción de falta de confianza y, consecuentemente, de fe.
O sea que, en ambos casos, la ley natural se cumplirá y recibiremos
lo solicitado (bien entendido que para los planos internos lo solicitado será
la “orden” más fuerte que hayan recibido, porque todas las órdenes de los
seres creadores se obedecen y todas las leyes naturales se cumplen.
Precisamente por eso, para evitar esa situación, opuesta a nuestro
deseo, pero por obra nuestra como él, y debida a nuestra ignorancia, Cristo
nos confió la fórmula secreta para lograr lo que deseemos al
decirnos:“Cuando pidáis algo, pedidlo como si ya lo hubieseis recibido. Y
entonces lo recibiréis”.¿Y, por qué ese sistema
un tanto extraño? Porque de ese modo, al
sentirnos felices y seguros por “haberlo recibido” nos desaparece el
sentimiento de miedo de no lograrlo y, por tanto, a los planos superiores
sólo llega el pensamiento contenido en la oración y, por lo tanto,
recibiremos lo solicitado.
En realidad, esto ratifica la necesidad inexorable de la fe cuando
oremos, y nos demuestra que no hay nada más contraproducente que una
oración sin fe. Y ello como consecuencia, por un lado, de nuestra capacidad
creadora y, por otro, de nuestra ignorancia de las leyes naturales y de las
energías que movemos con nuestros pensamientos y deseos.
Así que en todo lo que pensemos, deseemos, hagamos o pidamos,
que no son más que órdenes dirigidas a la naturaleza, ha de estar presente
siempre la fe, esa seguridad, esa certeza de que lo lograremos o mejor,
como quería Cristo, de que ya lo hemos logrado.
Y eso equivale a ser conscientes de que somos seres creadores y de
que la vida no es más que un entrenamiento permanente para que vayamos
aprendiendo a crear cosas cada vez más importantes. Y para que
comprendamos el cómo y el por qué de la responsabilidad que ello entraña
y de la razón de ser del karma.
Recordemos aquel pasaje evangélico en el que Cristo dijo a sus
discípulos: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, daríais a ese
árbol que se arrancase de la tierra y se arrojase al mar y el árbol lo
haría.” En él, el propio Cristo insiste en la necesidad de la fe, llamando fe
a la confianza en nosotros mismos, en nuestra condición de creadores.
Fijémonos sino en aquel otro pasaje en el que Cristo, tras visitar la zona de
Cafarnaum sin haber podido hacer allí ninguna curación, lo atribuyó a la
“poca fe” de sus habitantes. ¿Quién era (y es), pues, el que curaba?
Y recordemos también aquel otro momento del Antiguo Testamento
en el que Moisés, antes de llegar a la Tierra Prometida, obedeciendo una
orden de Jehová, tuvo que alumbrar una fuente para mitigar la sed de su
pueblo. Y dio a la naturaleza la orden de que, al golpear la roca con su
cayado, brotase una fuente pero, como lo hizo sin fe en sí mismo, en su
poder creador, su orden no fue obedecida y no dio resultado. Y Jehová le
ordenó repetirla. Y entonces, como ya había aportado la autoconfianza
correspondiente a todo milagro, se produjo éste y brotó el manantial. Pero,
por esa falta de fe en su poder creador inherente, como castigo (karma), no
pudo pisar ya la Tierra de la Promesa.
El apóstol Santiago, por su parte, en su única Epístola, nos dice
también muy claramente: “No obtenéis porque no pedís; o, si pedís, no
recibís porque pedís mal.”Y fijémonos en que Cristo,
antes de cada uno de sus milagros y de
sus actuaciones importantes, primero daba gracias al Padre, es decir, hacía
lo que nos aconsejó (agradecer como recibido lo que pedía, antes de
pedirlo), y luego lo pedía. O, mejor, lo ordenaba. Y así consta en la Última
Cena (Lucas, 22:19) donde primero “dio gracias al Padre y luego bendijo el
pan.”
Finalmente, recordemos la recomendación que insistentemente nos
hace Max Heindel: “Cuando pidáis algo, terminad vuestra oración con
las palabras de Cristo: “No obstante, Padre, que no se haga mi
voluntad, sino la Tuya”. ¿Por qué? Porque con mucha frecuencia lo que
creemos ser lo mejor no lo es y, como somos creadores, si no añadimos la
apostilla indicada, puede ocurrir que hagamos más mal que bien y, en
cambio, con ella, las leyes naturales (el Padre) se encargarán de no
obedecer nuestra orden si su cumplimiento fuera perjudicial para el
presunto beneficiario de nuestra oración.
Y así lo hizo hasta el final, cuando se dirigió al Padre diciendo:
“Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz”, pero luego añadiendo
precautoriamente esas mismas palabras: “pero que no se haga mi
voluntad, sino la Tuya.” Y las leyes naturales, - el Padre - como era más
conveniente la Redención, desoyeron la súplica.
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